martes, 1 de diciembre de 2015

Libro de los Jueces

Es curioso lo que encierra la Biblia. La conocemos en una décima parte, si llega. Acabo de leerme el libro de los Jueces y es casi como leer una de Conan. "Relatos salvajes", podría titularse, como la colección aquella de la Marvel. Menudos tipos, y menudas mujeres: Con esa Débora y esa Yael no quisiera muchas bromas.

Jesús LCL


lunes, 16 de noviembre de 2015

Benjamin Black: "La rubia de ojos negros"

Con los primeros capítulos de esta novela me vino a la cabeza aquella ocurrencia de un personaje de Carlos Rojas: "Usted no puede ser mi marido; se le parece demasiado". Porque Benjamin Black ha conseguido una tan fiel imitación de las novelas de Raymond Chandler que solo cabe levantarse y aplaudir. Hasta tal punto que a ratos uno dice: ni siquiera Chandler puede ser tan fiel a sí mismo, son demasiados rasgos de estilo acumulados uno tras otro. El modo de dirigir la trama, su aparente complejidad, los diálogos, los símiles, los tipos (mujer fatal, empresario criminal, pariente frívolo, poli gruñón, esbirros tan crueles como idiotas, beldad inteligente en papel secundario), las situaciones, todo revela una lectura atenta y devota de las aventuras de Marlowe hecha por un escritor de talento.

Pero ese escritor tenía que dejar su sello. Puede ser intencionado o no, pero lo cierto es que lo único que no es Marlowe aquí es el propio Marlowe. Tiene su desencanto, su sarcasmo, su humor amargo y ese quijotismo que le lleva a no abandonar la partida aunque la paga no compense el riesgo. Pero nos cuenta demasiado de sí mismo. Al original lo veíamos sólo a través de sus réplicas cortantes y sus calificativos, y consideraba que nos importaban un bledo su pasado y sus sentimientos. Este se desliza con facilidad al autoanálisis, es un tipo inseguro y flojea con las mujeres. Está en manos de un literato que lo aproxima, sabiéndolo o no, al famoso héroe problemático de la novela contemporánea. Incluso cita a un poeta. Y todo eso me hace gritar: "¡tongo, tongo!", porque prefiero a mi héroe sin fisuras, pero no me impide continuar hasta el final con la fábula y disfrutar como un tonto.

Jesús LCL

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martes, 10 de noviembre de 2015

Más sobre Leticia Valle

En Las mil y una noches hay un cuento sobre dos graciosos, los de mayor reputación del país, que un día quisieron conocerse para ver quién se llevaba la palma. La prueba fue: ¿qué harías tú para burlarte con esa fila de ciudadanos que están ahí acuclillados en las letrinas? El primero propone: yo pasaría por detrás simulando barrer y les pincharía el trasero con la escoba. Por Alá que tienes poca imaginación, replica el segundo. Mira lo que hago yo. Y, recogiendo unas flores, les entrega ceremoniosamente una a cada uno de los acuclillados, que reaccionan airadamente: ¿Por ventura piensas que estamos aquí celebrando una fiesta? La escena hace desternillarse a los presentes y el primero de los zumbones no puede sino otorgarle la primacía al otro.


Si en lugar de burlas hablamos de historias perversas, Stieg Larsson vendría a ser el tipo de la escoba, y no tendría más remedio que darle la palma a Rosa Chacel. El relato de Leticia Valle es como uno de esos letreros en que sólo se trazan los perfiles, y encima en letra gótica. En él todo queda a nuestra capacidad de lectura entre líneas. Parapetada tras sus once años, Leticia puede permitirse fingir, incluso ante sí misma, que lo ignora todo sobre el lado oscuro de la dimensión afectivo-sexual (como dicen los pedagogos) del ser humano, a la vez que la utiliza de modo casi diabólico. Su superdotación intelectual es su sex-appeal de cara a su víctima y su excusa de cara al lector, pues, si es tan inteligente, piensa uno, es raro que no sea capaz de hacer explícitos sus sentimientos. Y, de hecho, el lector puede pensar que es él el perverso hasta las últimas secuencias, que, sin ser tampoco explícitas, constituyen el factor que faltaba para sacar la suma, el perfil que da la clave del letrero.

Jesús LCL


jueves, 5 de noviembre de 2015

Rosa Chacel: "Memorias de Leticia Valle"

Mi primera experiencia con Rosa Chacel fue deslumbrante. Había novelista en Valladolid, y la había antes y quizá mejor que Miguel Delibes. En todo caso, estaba en otra línea, una línea que entonces yo no sabía que emparentaba con Virginia Woolf y quizá con Proust, pero ahora que lo sé tampoco me importa admitir que me gusta mucho más Rosa Chacel que ese par de pelmazos.

El texto tiene forma de diario más que de memorias, puesto que Leticia Valle es siempre la niña que va a cumplir doce años. ¿Niña? Se hace raro aplicar ese nombre a esta criatura de rara inteligencia, que sin embargo tiene la crueldad inconsciente de los niños. Un personaje inverosímil, quizá, en cierto modo monstruoso si bien lo miramos. Pero subyugante si tenemos en cuenta que nadie parece advertir hasta dónde llega su penetración, a pesar de la naturalidad con que hilvana conversaciones de rara madurez. Porque podría pensarse que las memorias, o el diario, no son más que la traducción literaria, por parte del dios autor, de los pensamientos informes de su criatura. Pero es que sus diálogos están al mismo nivel. Y, sin embargo, no se siente a disgusto en su papel de niña de doce años, que recita a Zorrilla en las fiestas familiares. Nada más lejos de un enfant terrible... al menos en apariencia.

Porque hay alguien que sí se da cuenta, hasta el punto de caer fascinado y morir víctima de esa fascinación. Se ha hablado de Lolita. No sé, pues no tengo el gusto de haber leído lo deNabokov. Si juzgo por su famoso arranque, formalmente son muy diversas. Pero este caso trasciende todo lo erótico, me parece. Y, en todo caso, constituye toda una sorpresa, una segunda sorpresa, añadida a la que de por sí produce le personaje.


Jesús LCL

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miércoles, 18 de febrero de 2015

Giorgio Faletti: "Tres actos y dos partes"

Esta es una de esas novelas tan inverosímiles como apasionantes. Uno puede apurar las ciento y pico páginas sin despegarse del sillón, sobre todo a partir del momento en que Silvano, "utillero" (así se llama, al parecer, a quien se encarga del material deportivo) de un equipo de fútbol de segunda, descubre el chanchullo que está a punto de cometer la estrella del equipo en un partido crucial. Esa estrella es su hijo y eso aporta el factor humano a la trama, muy bien llevado por cierto por Faletti: sin pretensiones, sin folletinadas, muy contenido, creíble.

Es, en efecto, un auténtico thriller de esos de salir cansado, pero sin muertos, bueno, sí, un muerto, pero por fallo cardíaco. Los flashback también son muy oportunos porque dan un marco emocional a la actuación de Silvano: un tipo a quien la vida, como suele decirse, no ha dado grandes oportunidades y que quiere culminar su propia vida sintiendo que ha servido para algo; alguien que no se hace grandes planteamientos morales pero con el suficiente sentido del bien y del mal como para jugárselo todo en este envite de noventa minutos. La adrenalina le aguza los reflejos y la suerte le favorece, como digo, hasta extremos inverosímiles, de modo que todo acaba con un final feliz de cine comercial. Satisfactorio, pues, como un buen rato de deporte o una buena partida de mus.

Jesús LCL

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martes, 27 de enero de 2015

Hermosos frutos

Aprovechando que el Club de Lectura del IES Delicias se reunió ayer para hablar de la novela de Delibes Señora de rojo sobre fondo gris (una sesión muy grata, por cierto), inserto aquí este artículo que coloqué en La Villa, de Cuéllar, con motivo de la muerte del escritor vallisoletano.







En esa mañana de marzo en que nos dijo adiós, Miguel Delibes podría haberse apropiado, con satisfacción, aquel versículo de la Biblia que todo hombre quisiera merecer como epitafio: “como vid retoñé con gracia, y mis flores son frutos hermosos y ricos”. Frutos que se llaman, en su caso, Miguel, Ángeles, Germán, Elisa, Juan, Adolfo y Camino. Pero también La hoja rojaLas ratasSeñora de rojo sobre fondo grisDiario de un cazadorCinco horas con MarioLos santos inocentes, etc. etc.

En el lejano primero de BUP, una joven profesora que reemplazaba aquel año al padre director nos propuso una actividad entonces no tan usual como ahora en los colegios, cual era leer un libro enterito. Se titulaba El camino: una novela de lectura fácil, con personajes sencillos, que trataba de un niño de once años al que, contra su voluntad, le llevaban a estudiar a la ciudad, lejos de su pueblo y de sus amigos. Tal vez en aquel momento sólo nos fijamos en las anécdotas entrañables, los tipos populares y el entorno natural en que la novela se desarrolla. Pero en El camino late un intenso drama humano, pues toda la novela gira en torno al punto en que Daniel supo “lo que era tener el vientre seco y lo que era un aborto”, que es como decir el descubrimiento de la vecindad de la vida y la muerte: la cuna y la sepultura, que hubiera dicho Quevedo, o la sombra alargada del ciprés. El fin de la inocencia:

Algo se marchitó de repente muy dentro de su ser: quizá la fe en la perennidad de la infancia. Advirtió que todos acabarían muriendo, los viejos y los niños. Él nunca se paró a pensarlo y al hacerlo ahora, una sensación punzante y angustiosa lo asfixiaba.

                                                 


Mucho más tarde conocí La sombra del ciprés es alargada, y ahora pienso que El camino pudo ser una versión corregida de aquella, más de acuerdo a los gustos y la personalidad de nuestro novelista. Aunque le dieron el premio Nadal, La sombra del ciprés fue siempre repudiada por Delibes como algo falso, ajeno a su espíritu, por lo que respecta al lenguaje, quiero decir: «En El camino me despojé por primera vez de lo postizo y salí a cuerpo limpio». Siempre me pareció injusta esta apreciación de don Miguel sobre su primera novela, que me parece bastante buena. Pero lo cierto es que Delibes se halla más a gusto en la sencillez, en lo naïf, podríamos decir. A partir de El camino ya no abandonará esa llaneza meseteña que le caracteriza como escritor y que no es superficialidad sino una manera de presentar los hechos, dejando que sea el lector quien reflexione.

Hay también en El camino algo que no está en La sombra... y que será una constante en Delibes: la defensa de la vida natural frente a un progreso que es sólo material y que obra en contra de lo humano. Así sucede con Cecilio Rubes, el empresario de Mi idolatrado hijo Sisí, constructor de bañeras y enemigo de los niños, que cuando se decide a tener un hijo, uno solo, lo trata como a una mascota, cubriéndolo de mimos y a la postre destruyéndolo como persona. El autor dedicó esta novela a sus siete hermanos, “en la confianza de que ocho hermanos unidos pueden conquistar el mundo". Los reaccionarios son siempre en Delibes los egoístas, los enemigos de la vida. Mientras que el liberal Mario, de Cinco horas..., le reprochará a su mujer: “no seamos mezquinos con Dios...”, cuando ella se empeña en no usar del matrimonio sino en los “días buenos”, es decir, los infértiles.

Los protagonistas de Delibes suelen ser las víctimas de esa idolatría del progreso. Seres inocentes cuyas taras son como zarpazos de aquella maldad original, que ellos parecen expiar crísticamente en sus personas. Así el retrasado Azarías, el hipersensible Pacífico Pérez, el superdotado Nini, el depresivo Mario o el viejo Eloy con su sentimiento de soledad. A ellos se refería justamente el novelista en su discurso de ingreso en la Real Academia, publicado más tarde con el título Un mundo que agoniza:

Mis personajes no son, pues, asociales ni insolidarios, sino solitarios a su pesar. Ellos declinan un progreso mecanizado y frío, es cierto, pero, simultáneamente, este progreso los rechaza a ellos, porque un progreso competitivo, donde impera la ley del más fuerte, dejará ineluctablemente en la cuneta a los viejos, los analfabetos, los tarados y los débiles. Y aunque un día llegue a ofrecerles un poco de piedad organizada, una ayuda –no ya en cuanto semejantes sino en cuanto perturbadores de su plácida digestión- siempre estará ausente de ella el calor.
Por el contrario, la caza parece en Delibes el ámbito de lo natural, donde no reina el egoísmo ni la simulación sino la camaradería y la amistad. Sabido es que el propio escritor fue un practicante asiduo y experto de esta actividad, ligada en él al aprecio por el campo castellano, al que dedicó ensayos y artículos. Y por eso también, el Diario de un cazador pasa por ser la obra más optimista de un hombre inclinado por lo general al pesimismo. El contacto con la naturaleza le hace a Lorenzo inmune, hasta cierto punto, a los egoísmos y a los afanes del mundo moderno.

Claro que incluso eso puede prostituirse, y así lo vemos en una de las novelas más sombrías de nuestro autor, Las ratas, cuyo título (Delibes tenía un particular duende para los títulos) ya indica el punto de degeneración a que ha llegado el hombre abandonado por sus semejantes. En su modestia habitual, Delibes la consideraba como una pura novela de denuncia social, donde decía lo que no le dejaban decir en la prensa. Y sin duda lo es. Pero sus personajes, me refiero al tío Ratero y al Nini, poseen un extraño magnetismo, uno en su degradación y el otro en su persona casi angelical. Una especie de inocencia original surgida del extremo del vicio, que da lugar a múltiples interrogantes y que, creo, no ha sido atendida debidamente.

Cinco horas con Mario es también una obra muy peculiar. Rara vez encontraremos a un protagonista definido como a través de las sombras, ya que se encuentra de cuerpo presente durante todo el relato. Los reproches que una atormentada viuda le dirige durante las cinco horas del velatorio permiten dibujar un perfil muy nítido del personaje, haciendo abstracción de los prejuicios de ella. Y, retomando lo que apuntábamos antes, se diría un Cristo yacente ante el cual una facunda magdalena acaba desahogando su culpa escondida... Claro que lecturas hay para todos los gustos, y hay quien hace de Mario un despreocupado que margina sus deberes conyugales por atender a sus ideas filantrópicas. Y no voy a negarlo del todo. Pero lo sugestivo de esta novela es cómo el autor vuelve a apuntarse un tanto literario sin apearse de un lenguaje a ras de pueblo, casi como captado con grabadora en un velatorio de verdad, lo que contrasta con otros experimentos contemporáneos en la misma línea.

Mario podía haber sido el propio Delibes, pero por suerte no se casó con Menchu sino con Ángeles de Castro, “mi equilibrio” (¡siempre tan castellanamente sobrio!). A ella, prematuramente fallecida, va dedicada Señora de rojo sobre fondo gris, a mi juicio su obra maestra. Si no fue la última cronológicamente, sí podría serlo desde un punto de vista espiritual, porque en ella se resuelven todos los pesimismos, vencidos por el amor. Como Miguel Hernández de su hijo, Delibes podría haber dicho de su mujer: “tu risa me pone alas”.

Pero no quiero dejar de mencionar dos novelas que, aunque muy diferentes entre sí, están unidas por la misma motivación. Me refiero a Parábola del náufrago y El hereje. La primera tal vez sea la más extraña de Delibes por su estilo, un tributo (¿o parodia?) a la moda experimental del momento (los años 60), y se encuadra en esa tradición que va de Metrópolis de Fritz Lang1984 de Orwell: una denuncia de la despersonalización promovida desde el poder. La segunda es una novela histórica (con perdón del propio autor) y de técnica tradicional, ambientada en el Valladolid del siglo XVI y considerada como un postrer homenaje a su ciudad de siempre. Ambas obras obedecen, digo, al mismo impulso: el rechazo que sentía Delibes ante toda forma de extorsión de las conciencias.

Fue este empeño a favor de lo esencial humano, unido a una conducta personal tan coherente como alejada de toda estridencia y toda consigna, lo que abarrotó la Catedral de Valladolid el día de su funeral. Una niña puso en el libro de condolencias: “Aunque te hayas muerto, sigue escribiendo”. Lo hará, aunque de otro modo, en esa continuación de su vida para la que, según declaró su propia familia, hacía tiempo que se preparaba.




Jesús LCL

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martes, 20 de enero de 2015

Bill Ballinger: "Retrato de humo"

Esta es la historia de una fascinación que termina en perdición. Esto no es decir mucho, claro. Podría estar hablando de la Celestina, sin ir más lejos. Acotando más la cosa, diría que es un relato de suspense psicológico, a lo Patricia Highsmith. Danny April, de la agencia de cobros Clarence Moon, ve el retrato de una chica, la chica se llama Krassy Almauniski y a partir de entonces hace el papel de los ojos verdes de la leyenda becqueriana: oh, ven, ven, bésame y todo eso. Y como el tipo de la leyenda becqueriana, Danny siente que no hay otro objetivo en la vida más que hallar esos ojos, esa cara, aunque le cueste la vida y el alma. Todo en el contexto del Chicago de los años 40, así que no hay alma de por medio, claro. El hada mala es una lolita trepadora y el caballero un empleado mediocre. Igual que en La Celestina (ya que la saqué a relucir), toda virtud brilla por su ausencia y es la miseria la que campa por sus respetos.

Pero, como la Celestina, es también una historia ejemplar: he aquí a la mujer eterna cuando pierde todo escrúpulo y al hombre eterno cuando se vuelve tonto. Ballinger emplea una técnica de contrapunto, con la narración de las pesquisas de Danny por un lado y la vida azarosa y poco edificante de Krassy por otro. Como era de esperar, ambas confluyen, y zas.

Jesús LCL

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lunes, 12 de enero de 2015

José Giovanni: "Los aventureros"

Es curioso, pero mientras la palabra aventura tiene una connotación positiva, no sucede lo mismo con aventurero. Manu y Roland son de esos aventureros amorales que popularizó Alain Delon en el cine, y no desde luego unos amadises ni unos ivanhoes, sino unos nihilistas que sin embargo gozan de la simpatía de su creador aunque no sean la alegría de la huerta. De hecho, preside la novela un clima de tedio vital, de melancolía a veces, próximo a ese cine negro francés en el que también puso unos cuantos ladrillos José Giovanni. Falta una banda sonora de acordeón, quizá.

Giovanni saca aquí al escenario a otro clásico del negro francés,Auguste Le Breton (RififiEl clan de los sicilianos), que pasa por ser antiguo amigo de Manu. Un pequeño homenaje, supongo. Nos lo presenta como otro tipo nada burgués, en realidad "un camorrista... Se arrastraba entre truhanes en general... hombres a quienes el rencor mantenía despiertos y cuyas bromas hacían que todo explotara, excepto la risa". Ese es el ambiente, aunque menos violento de lo que esas palabras hacen suponer. En realidad es una novela de perfil bajo en la acción, a la que parece que siempre se impone una abulia muy siglo XX.

Jesús LCL

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